EFECTO ALBORADA

Este es la primera entrega de un relato que llevo haciendo, espero comentarios.

Si la bisabuela de Gloria Tascón hubiera vivido 142 años y no 68, habría dicho orgullosa que a los 24 años su bisnieta no había conocido varón ni probado los placeres de la carne. Claro que eran épocas diferentes y en este punto lo que menos sentía la joven era orgullo por ser todavía virgen.

Si de probar se tratara, Mariela Tascón, la segunda bisnieta, ya había saciado su apetito de sobra pues más de medio San Antonio había conocido las bondades de su forma. Desde muy joven, desarrolló una fascinación casi obscena por el sexo opuesto y no por gusto fue el objeto de deseo de muchos varones.

Mientras su hermana y demás compañeras jugaban a saltar el lazo o aprendían a coser en punto de cruz, ella pasaba horas sentada en el parque comiendo helado y observando el patio de la estación de policía donde diariamente salían los jóvenes oficiales a practicar y a hacer el cambio de ronda. Nunca tuvo claro si eran los uniformes, los gritos varoniles o los cuerpos sudorosos de aquellos jóvenes lo que la hacían permanecer por horas sentada en el parque. Solo entendía que eso le provocaba un gozo que ningún juego le proporcionaba. Era una experiencia de ingenuidad perversa, si eso es posible.

Para nada perturbaba esto su pequeña mente, pero con el tiempo, si comenzó inquietar la cabeza de las demás personas de pueblo. Su madre no tardó mucho en prohibirle las salidas al parque y así ella entendió por primera vez lo que significaba la frustración, la rabia y el odio. Todo está en los ojos de quien ve y una niña de 12 años definitivamente no podía entender lo que los ojos de su mamá y de algunas mujeres del pueblo estaban observando. Con los años, también Mariela desarrollaría aquella visión pero aprendería a reflejarla y e invertirla como si ella fuera el negativo fotográfico de la madre.

Aunque todavía niña, su figura ya empezaba a dibujar formas de mujer con caderas bien formadas y unas piernas color canela que se movían ligeramente gracias a los trajines de montar en bicicleta y del aro de hula-hula. Su cabello negro, permanecía ensortijado y nunca trenzado porque sabía que esto la resaltaba entre las demás niñas que lo llevaban recogido. Los ojos color miel rodeados por unas pestañas perfectamente arqueadas lograban una feminidad incipiente que con los años haría perder a más de uno la razón. Tal fisonomía ya tenía su primera víctima dentro de los jóvenes entrenados del comando.



Guille Lezama, de 17 años ya sufría los delirios de no contar con Mariela en la banca del parque todos los días. Aunque no era el único, si era el que la añoraba más allá y pensarla no solo como un buen polvo. El aprendiz de guerrero había llegado hace dos años a San Antonio, luego de ser remitido cuando ingresó a prestar servicio militar. Por orden paterno-materna tuvo que enlistarse pues ya en su hogar no podía ser mantenido y la vida castrense resultaba ser la mejor opción en vez de dedicarse al pillaje. Nunca fue muy agraciado pero si bastante educado. Flaco cual palma de azúcar y de piel anémica y ojos azules como su abuelo. Esto era lo único que la gente resaltaba de su aspecto. Hasta el día de su muerte conservó la misma fisonomía de un muchacho de no más de veinte años, aunque muy maltrecho.


De niño nunca recibió muchos elogios por lo que su percepción personal no era muy buena y con la llegada a San Antonio parecía que todo iba a seguir igual. Sin embargo, los entrenamientos diarios le mostraron que después de la reja se asomaba una pizca de suerte en forma de mujer.

Aunque Guille no conocía el nombre de aquella aparición, la imagen estaba en sus pensamientos matutinos, vespertinos y nocturnos. Salir al patio, hacer los ejercicios, soportar el sol de mediodía valía la pena con solo poder verla comer helado. Ya había pasado una semana en la que no la veía aparecer en aquel sitio, aunque sí en sus rondas cuando pasaba cerca del colegio. En un rincón de las canchas, permanecía ella, aislada y pensativa como si algo muy adentro de su mente no la dejara estar tranquila.


Por esos días, los dos tuvieron una conexión existencial que fue la que determinó su encuentro futuro. Por el momento Mariela no tenía la más mínima idea de la existencia de Guille, y menos, lo hubiera reconocido como miembro del cuartel de policía. Lo que ahora los unía era ese sentimiento de profunda melancolía por percibirse incompletos.

Mientras tanto, en la pequeña nada surtía efecto para mejorar su estado de ánimo. Trató de volver a los juegos, incluso intentó con el monótono punto de cruz pero nada la alejaba de querer estar en el parque. Ni siquiera las visitas a la finca familiar. Así que cada uno por su lado empezó a ingresar el mundo de la soledad interior. A Guille este estado se le convirtió en costumbre pero la juventud de Mariela no logró que este sentimiento echara raíces en ella.

Al cabo de nueve meses de la misma situación, cual parto, llegó lo que sería una revelación para la vida de la mujercita. Como los juegos no le proveían la distracción necesaria y los oficios caseros tampoco le satisfacían, decidió a manera de resignación acompañar a su madre a toda clase de oficios religiosos e ir a misas, novenario, velaciones, primeras comuniones y cuanto evento de este tipo hubiera.

Por lo menos, al acompañar a su madre a estos lugares podía salir de su hogar y tener contacto con más personas. No tardó mucho la joven, que ya bordeaba los 14 años, en sentir en su interior que observar el grupo de seminaristas que integraban el coro de la misa diaria de seis de la tarde, le producía el mismo efecto que en un tiempo le provocaban los jóvenes del cuartel.

Como en algún tiempo dedicaba horas a estar en el parque, ahora ponía todo su empeño para ir a misa. Después del oficio religioso iba hasta la sacristía y les llevaba comida a los seminaristas, se ofrecía para acompañarlos en el huerto y hasta comenzó a ayudar en parroquia con las labores de limpieza.

Esta actitud tuvo muy contenta a su madre, quien no percibió por ningún momento que esa actitud tuviera algo que ver con el comportamiento anterior de su hija. Incluso su espíritu se relajó al pensar que su hija había abandonado eso malos pensamientos de años anteriores. Sin embargo, ella estaba muy lejos de presentir la realidad de que lo que su hija pensaba.

Al estar con los seminaristas, Mariela se sentía especial ya que la cuidaban y la trataban bien. Nada que ver con la apatía que recibía de su madre y hermana. Su mundo cercano se reducía a ellas y tres perros hembra que la acompañaban en la inmensa casa quinta en la que vivían. Al perder a su padre cuando apeas tenia tres años de nacida, Mariela no tuvo en su hogar esta figura y esto influyo en que el comportamiento masculino se le convirtiera en un mundo interesante y provocador que nunca pudo separar de su existencia.

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